VALÈNCIA. No es verde todo lo que reluce en las narrativas de las transiciones ecologicas. De hecho, Josefa Sánchez Contreras señala en Despojos racistas (Anagrama, 2025) como, en nombre de la salvación de la "humanidad" en medio de la crisis climática, se están reforzando los discursos coloniales. Constatar la genealogía del pensamiento colonialista tal vez permita dar más profundidad y justicia al debate sobre estos procesos ambientales.
— En el libro cuestionas la etiqueta de “indígena” para referirte a los pueblos originarios. Explicas que, por una cuestión casi operativa, se ha acabado aceptando, pero no sería lo ideal. Ciertamente, desde Europa ni siquiera nos planteamos poner en duda esa categoría. ¿Por qué es problemático el término?
—Muchos pueblos que se autorreconocen como naciones, como los pueblos mixes o zoques, están empezando a cuestionar la categoría de “indígena”, porque ha resultado como una etiqueta universalizadora para una gran diversidad de pueblos. Ese cuestionamiento advierte la necesidad de autonombrarnos.
También la crítica nace de que, como apunta Yásnaya Elena Aguilar Gil, “Indígena” es una categoría política que nace en una relación colonial y desde la lógica de dominación. Por supuesto, se sigue utilizando en tanto que genera resquicios jurídicos y permite ciertos avances en derechos colectivos. Pero si apostáramos en un proceso de impugnar el colonialismo, quizá la categoría “indígena” no tendría ninguna función y cada pueblo sería nombrado como se ha nombrado históricamente.
Así que sí, es una categoría problemática que ha servido como forma de dominación, pero también ha servido para la reivindicación de los pueblos. En 1992, por ejemplo, durante la conmemoración de los 500 años del supuesto descubrimiento, algunos lemas de los movimientos en América Latina decían: “Como indios nos colonizaron, como indios nos rebelamos”. Ahí hay también una suerte de antropofagia de esa categoría.
— Citas a Yásnaya Aguilar. En una entrevista nos decía: “No podemos afrontar la emergencia climática siendo monolingües”. Leyéndote, pensé que estabais hablando de lo mismo desde campos distintos —ella desde la lengua, tú desde el territorio. ¿Hasta qué punto atraviesa la colonización todos los rincones del día a día de los pueblos?
—Podría mencionar ejemplos concretos de cómo se atraviesan los territorios de los pueblos indígenas, sobre todo en México y en América Latina. Esto tiene que ver con el tutelaje que todavía ejerce el Estado sobre estos pueblos, algo que se refleja en los marcos jurídicos de muchos países, donde se imposibilita el reconocimiento efectivo de sus derechos territoriales. Por ejemplo, se niega el respeto pleno a esos derechos en nombre de los llamados “intereses estratégicos de la nación”.
Esto nos lleva a un debate más profundo: ¿qué es la nación? Cuando se plantea como única e indivisible, no necesariamente cabemos en ella los pueblos indígenas de México ni de otros países. Incluso en estados plurinacionales como Bolivia o Ecuador, hemos visto los límites y contradicciones de ese modelo.
La colonización se manifiesta directamente en estos marcos, y lo que propongo constantemente en este librito es que ese antecedente de racialización de nuestros territorios sigue operando. Lo hace en el contexto de una profunda crisis planetaria —ambiental, climática— y también frente al incremento en la demanda de materiales y minerales. Eso reactiva ese mismo patrón de racialización y nos vuelve otra vez territorios y cuerpos sacrificables, pero ahora en nombre de mitigar la emergencia climática y salvar a la humanidad de la catástrofe.
Ahí vemos de nuevo cómo se reconoce una “humanidad” tipificada en la blanquitud, mientras otros seguimos desprovistos de ese reconocimiento. Una de las expresiones más concretas del colonialismo contemporáneo es, justamente, la falta de respeto a los derechos humanos de los pueblos indígenas. Se ejerce una violencia descomunal que muchas veces queda velada por la impunidad y por discursos que siguen racializando nuestros cuerpos y nuestros territorios.
— Me interesa mucho un concepto que utilizas, el de "régimen fósil". Es muy significativo porque, cuando hablamos de sistemas de poder siempre se utilizan calificativos más abstractos —lo democrático, lo liberal, etc.—. Al introducir la idea de régimen fósil, estás señalando la materialidad concreta que actúa como motor del despojo, el objeto de deseo que moviliza todas esas violencias de las que hablas.
— Usar el término “régimen fósil” y nombrar así al sistema tiene que ver con la necesidad de insistir en el vínculo que une la primera revolución industrial con el saqueo, la colonización y el racismo. Si hoy sabemos que la profunda dependencia de las fuentes fósiles es una de las principales causas de las emisiones de gases de efecto invernadero, hay que rastrear su origen y ver cómo se ha configurado este régimen.
Más allá del debate sobre si comienza en el siglo XVIII o XIX, lo que me interesa al recuperar este término es evidenciar su relación estructural con los discursos racistas de la época y con el papel que jugó la colonización en la construcción de sociedades industrializadas.
Ese régimen fósil pasó del carbón al petróleo, y ahora, en su crisis, sigue articulado con las mismas lógicas coloniales. Esa crisis no es más que una consecuencia de sus propios orígenes: el racismo, el saqueo, las lógicas coloniales que lo sostuvieron durante tanto tiempo. Por eso, si realmente queremos transitar hacia una transformación energética o una transición socioecológica, debemos cuestionar los fundamentos sobre los que se erigieron esas sociedades dependientes del fósil.

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— La tesis central del libro cuestiona las llamadas transiciones verdes, algo que en Europa en general y en España en particular no está muy extendido. ¿Hasta qué punto es difícil permear el hermetismo de las narrativas del norte global, sobre todo teniendo en cuenta que llegas a señalar incluso una desvinculación entre el ecologismo y el antirracismo?
— Efectivamente, la crítica va hacia ese ecologismo que soslaya los orígenes de la justicia ambiental. Ahí retomo el concepto de justicia ambiental, como lo ha formulado Joan Martínez Alier, a partir de trabajos muy valiosos que han permitido una lectura global. Pero me interesa hacer esa crítica porque también se muestra —aunque sea solo una vertiente del ecologismo— el malentendido respecto a las luchas históricas de los pueblos indígenas, de los pueblos de América Latina y de otros pueblos no occidentales.
La crítica va concretamente a cómo, desde la postura de Martínez Alier, se desdeñan las luchas contra el racismo ambiental. Las presenta como una obsesión por las minorías étnicas, y ahí creo que hay un error conceptual y político. No se trata de minorías. Si asociamos con claridad los orígenes de las catástrofes ambientales con el colonialismo y el racismo, entonces las luchas antirracistas y anticoloniales se revelan como clave para trazar horizontes de una transición real.
Y sin embargo, sí, es difícil penetrar ese hermetismo de los movimientos ecologistas, también porque hay un privilegio de blanquitud que impide ver lo que está en juego en otros territorios. Pero cuanto más se intensifica la crisis, más necesario se vuelve tejer esos diálogos y vislumbrar transiciones encaminadas a superar esta crisis.
Por ejemplo, los proyectos de "emisión cero" exigen grandes cantidades de minerales, y ya hay científicos que advierten que esto será insuficiente. Porque el problema no es solo técnico: implica transformaciones contundentes en las sociedades. Y parte de estas transformaciones pasan también por extirpar la subjetividad del colono, esa idea de que se puede dominar la tierra y dominarlo todo.
Hay, sin embargo, expresiones de ecologismo internacional que sí mantienen vínculos con las luchas por la defensa del territorio en América Latina, y se están produciendo intercambios. Hay un debate muy interesante, muy intenso, sobre si las plataformas ecologistas son capaces de ver más allá de sus propios territorios, y si pueden asumir posturas antirracistas, si pueden tener una lectura más crítica sobre lo que está en juego.
—La diferencia se ve claramente en un ecologismo más institucional, como el representado por partidos verdes europeos —con un corte liberal—, y otros enfoques más integradores. En el libro mencionas organizaciones como Futuro Vegetal o Extinction Rebellion, que sí parecen dispuestas a asumir también postulados antirracistas. ¿Ahí está el gran muro entre ese ecologismo institucional que diseña las políticas verdes desde el poder y los movimientos populares que buscan una lucha más amplia?
—A mí me parece necesario señalar que, en ese debate y en esas posturas críticas hacia el capitalismo verde y hacia el green deal, es importante no perder de vista algo: si bien no son la solución, el hecho de que reconozcan públicamente la existencia de una crisis es un avance que también han conseguido los movimientos ecologistas. Y eso hay que decirlo, especialmente en este tiempo, cuando vemos el ascenso de figuras como Trump en uno de los países más poderosos del mundo.
—Señalas también que en muchos países de América Latina hay estados que han desarrollado políticas racistas con las poblaciones indígenas.
—En los estados latinoamericanos eso está muy presente. Así como decía al inicio de la entrevista que el racismo puede leerse en la dimensión jurídica, también se puede ver en ese origen histórico: muchas poblaciones indígenas han sido históricamente tipificadas como las más pobres. En América Latina hay una asociación muy clara entre color de piel y clase social. Cualquiera que vaya lo puede ver con contundencia.
Y eso tiene que ver con el origen colonial, con una lógica racista que sigue operando. Volvemos a ver cómo el racismo cumple la función de sostener un status quo, de mantener una división racial del trabajo, una jerarquía. Y lo que sucede ahora es que ese argumento se reactiva bajo otra modalidad, en un tiempo de profunda emergencia y de profunda crisis.
— Quería que profundizaras en el potencial político de lo ancestral y lo divino que los pueblos atribuyen al territorio. Esa dimensión que genera símbolos, historias, temores, pero también arraigos muy viscerales que atraviesan vitalmente a las personas. Ahí se reúnen dos factores: por un lado, el carácter ancestral indica que estas luchas se han sostenido en el tiempo (es decir, desde el inicio del colonialismo existe una conciencia de batalla por el territorio); por otro, cuando se habla de sueños e historias, también se ensancha la vida: no se trata solo de una cuestión política o militante, sino de una lucha arraigada en la identidad de los habitantes de estos pueblos oprimidos.
— Esta parte es bien difícil de comunicar en sociedades que han sido completamente escindidas de la sacralidad de la tierra. Creo que en todas las sociedades humanas existió alguna forma de sacralidad, pero unas pudieron ser escindidas y otras no. En el caso de los pueblos indígenas —y del pueblo al que pertenezco—, esa experiencia sigue muy presente: es constituyente de una realidad, de un modo de existencia, de una forma de vida.
No se trata de una bandera militante ni religiosa. Es un entramado vital que históricamente los pueblos han ido recreando, adaptando, reconstruyendo, reproduciendo y transmitiendo de acuerdo con cada época. Por eso suelo decir que somos coetáneos de cualquier tiempo. Los mitos se transmiten de generación en generación y van emergiendo conforme atravesamos distintos momentos del mundo.
La llegada de la minería, por ejemplo, detona de nuevo la aparición de ciertos seres, de esos mitos, y refuerza esa relación profunda con los ríos. Lo mismo ocurre con los pueblos ikoots que defendieron sus lagunas frente a los parques eólicos. Una amiga me decía: “Es que son sitios sagrados”. No se trata solo de la asamblea o de la instancia política: es esa sacralidad la que moviliza ontológicamente. Y, por supuesto, eso después tiene una traducción política, un despliegue político, pero eso ya es secundario.
Creo que hoy es más necesario que nunca sacudirnos de ese antropocentrismo para repensar las claves ante esta crisis. Actualmente se habla de los derechos de los ríos, de la naturaleza. Eso es una traducción de la gran potencia ontológica y política de los pueblos indígenas. Pero no es algo esencial a los pueblos indígenas como si fuera innato, sino que son formas de existencia forjadas a lo largo de miles de años de historia. Y eso es justamente lo que no se ha podido borrar, lo que está hoy en juego.
Hay una guerra sobre estos territorios, una violencia descomunal que se refleja en las cifras de asesinatos de defensores y de desapariciones. Parte de esa guerra tiene que ver con la destrucción de un modo de vida. Los pueblos ikoots y zapotecas que han defendido sus territorios frente a los eólicos colocan siempre en primer plano la tenencia comunal de la tierra como base material de la existencia. De ahí se despliega todo un sistema de códigos, mitos, formas de vida. Estamos ante esa disputa: el riesgo de seguir exterminando otros mundos, otros modos de existencia.