Opinión

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Voces de ultratumba

Publicado: 15/05/2025 ·06:00
Actualizado: 15/05/2025 · 06:00
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VALÈNCIA. El otro día escuché una entrevista al cantante Enrique Bunbury. Comentaba que muchos fans se le acercan para decirle que sus mejores canciones son las de antes. “Las estrellas del rock envejecen. Y no siempre lo hacen bien”, pensé. Esa misma sensación me invadió este fin de semana al leer que Francisco Camps quiere volver a liderar el PP de la Comunitat Valenciana.

Lo anunció en un acto en el Veles e Vents de la Marina, ante más de dos mil personas. Entre copas de champán y canapés, se dejaron ver viejos conocidos salidos, literalmente, de la cripta: Carlos Fabra, Sonia Castedo y otros tantos. Camps apareció al ritmo de I’m a Survivor, proclamó que está “más preparado que nunca y con la ilusión de siempre”, y presentó una sintonía de campaña entre ranchera de Bertín Osborne y lamento boliviano. Una oda a sí mismo y a la “restauración de la gloria” valenciana. Todo eran flores y violas, abrazos, cardados de peluquería, bronceados de cabina y pulseritas con banderas.

Ver aquellas imágenes fue como viajar veinte años atrás, a la época más oscura y vergonzosa de la política valenciana. Allí estaban (casi) todos. Más viejos, más decrépitos y con más años entre rejas a las espaldas. Pero eso sí: “más preparados que nunca y con la ilusión de siempre”.

Camps es, sin duda, uno de los personajes más fascinantes de nuestra política reciente. Tiene el don de vender crecepelo a un calvo. Y no porque sea un estafador, sino porque realmente cree que ese frasquito de agüita con sal que guarda en el bolsillo interior de su traje regalado puede hacer brotar melenas frondosas en yermas superficies craneales. Esa fe ciega en sí mismo es su gran virtud... y su mayor peligro. Se cree todo lo que dice. Y esa coherencia, llevada al extremo, tiene, por lo visto, un extraño poder de seducción en los cementerios de la derecha valenciana.

Con esa fe, Camps condujo a los valencianos a un éxtasis casi místico. Cada día, en los informativos de Canal 9, se anunciaba una obra faraónica, se inauguraba “el nosequé más grande de Europa” o se presentaba el evento más importante del siglo. Los valencianos nos sentíamos importantes. “Los valencianos han entrado en una corriente en chorro que hace que vayan más rápido”, dijo Camps una vez. También se autoproclamó “el presidente más votado de la historia de la democracia”.

Mientras tanto, mientras vendía ilusión embotellada, su gobierno saqueaba las arcas públicas. La deuda se disparaba. La renta per cápita se desplomaba. Pero cientos de miles seguían yendo a las urnas a comprarle el frasco.

Pero ya se sabe: se puede engañar a pocos todo el tiempo, o a muchos durante un rato, pero no a todos para siempre. El mundo de fantasía creado por la mente mesiánica de Camps y amplificado por Canal 9 se esfumó. Como lágrimas en la lluvia. Como el dinero de las arcas públicas. Como la propia Canal 9. La verdad emergió: se gestionó mal, se robó mucho, se endeudó sin medida y, al final, Camps arrastró consigo la reputación de un pueblo, su economía, su sistema financiero y el bienestar de miles de familias algunas de las cuales aún hoy padecen las secuelas de aquellos “maravillosos años”.

Pero Camps ha vuelto. Desde la ultratumba. Con ilusión. Con ganas. Y, según él, más preparado que nunca. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a un hombre que se presenta limpio, con camisa blanca y sonrisa intacta? Él vivió —y sigue viviendo— dentro de su propia ilusión. Mientras el pueblo sufría, él seguía soñando. Mientras se destruían empleos, quebraban bancos y se desahuciaban familias, él permanecía en su burbuja.

Ahora regresa, generoso, a ofrecernos otro frasco de ese mundo de fantasía: donde los Fórmula 1 vuelven a rugir en la Marina, donde Fabra inaugura aeropuertos sin aviones, y donde tú pones el voto y el dinero.

Decía Bunbury que no es que ahora componga peores canciones, sino que a la gente le encanta la nostalgia. “No echas de menos las canciones de los 80”, decía, “echas de menos tu juventud”.

Camps echa de menos la suya. Aquellos años en los que todos le compraban su frasco de ilusión. Y sí, es patético ver a un político que no entiende que su tiempo ya pasó. Pero no subestimemos su talento de vendedor de crecepelos ni el poder de la nostalgia. Porque a veces, ese sentimiento pesa más que la razón. Y puede hacernos creer —y votar— cosas que rozan la locura.

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